La mañana del 19 de noviembre de 1938 no sería una más en el barrio San
Martín de la provincia de Córdoba, Marta Ofelia Stutz, de tan solo 9 años, con
el permiso de su mamá fue a comprar la revista Billiken en el quiosco de la
esquina. Nunca regresó. Nadie la volvió a ver, ni viva ni muerta. Como sucede
con los crímenes que perturban a la sociedad, que rompen algo profundo en ella,
nada fue igual después del caso Martita Stutz.
Los Stutz eran gente modesta, pero vivían con ciertas comodidades
características de las familias argentinas de la época. El padre era empleado y
la madre, ama de casa. Ocupaban una casa amplia en la calle Galán, a unos
metros del boulevard Castro Barros. Córdoba era una ciudad provinciana en la
que despuntaban rasgos modernos. Los Stutz podían darse algún lujo, como tener
una sirvienta con cama adentro.
Eran las once y cuarto de la mañana de aquel fatídico día.
-Mamita, ¿me das veinte centavos para comprar el Billiken? -preguntó Marta
Ofelia.
-Sí Martita, acá tenés. Tené cuidado al cruzar la calle.
¿Por qué habría de tener miedo esa mamá? Martita iba todos los días a la
escuela en tranvía, con su papá, y volvía con una compañera que vivía en la
misma cuadra. De todas maneras, rara vez salía sola. Pero aquella mañana la
casa estaba revuelta: habían venido parientes de Buenos Aires.
Martita vestía un traje azul marino con la pollera tableada, medias tres
cuartos, y en la cabeza, un moño blanco. La mañana del 19 de noviembre
inauguraban un centro cívico en el barrio y había venido el gobernador, Amadeo
Sabattini, motivo por el cual había mucha gente. El quiosquero se llamaba
Manuel Cardozo y era de confianza. Luego, cuando la policía le preguntó,
recordaría perfectamente cuando, tras comprar la revista, la nena Martita
Ofelia se había vuelto a su casa, distante algunas cuadras. No notó nada raro.
El boulevard Castro Barros estaba muy concurrido, pero la comisaría 9ª, que
tenía su sede allí mismo, daba tranquilidad.
Al cabo de media hora, como Martita no volvía, la mamá comenzó a preocuparse.
Fue hasta el quiosco. Llamaron por teléfono al padre, que estaba trabajando en
las oficinas del Molino Centenera. La familia, junto con los vecinos, empezó a
buscar a la niña por todos lados.
Al día siguiente, los titulares de los diarios de Córdoba salieron a la
calle con un terrible anuncio: "Desaparece una niña misteriosamente".
"Toda Córdoba busca a una nena. Podría ser un secuestro." Debajo, la
foto de Marta Ofelia Stutz.
La policía de Córdoba se puso a buscar frenéticamente a Martita. Desde el
principio, flotaba en el ambiente un funesto presagio: estaba fresca la
tragedia de Charles Lindbergh, el héroe de la aviación mundial, cuyo pequeño
hijo había sido secuestrado y asesinado en 1932. En la Argentina, la mafia
había consumado raptos resonantes: en 1932, el del doctor Jaime Favelukes,
luego liberado. El mismo año, el del joven Abel Ayerza, que apareció muerto. En
febrero de 1937 fue secuestrado y asesinado en la estancia que sus padres
tenían en Camet, Mar del Plata, el niño Eugenio Pereyra Iraola, de dos años.
Sin embargo, el caso de Martita Stutz era distinto. ¿De dónde sacaría la
familia de un modesto contador los 100.000 pesos que se pidieron -y se pagaron-
por el niño Pereyra Iraola? Aunque hubo algo más extraño aún en el corazón del
caso Stutz: lo que todos daban por hecho no se produjo: no llegó ningún mensaje
pidiendo rescate.
La cacería
Al desvanecerse la hipótesis del secuestro extorsivo, quedaban dos
posibilidades: venganza o crimen sexual.
La policía intentó reconstruir el posible itinerario de la niña.
-A Martita -repetía la madre, angustiada- yo le había enseñado todo lo que
debe saber una nena: que tuviera cuidado al cruzar la calle, que nunca aceptara
caramelos de un hombre, que no hablara con extraños.
La madre, quizás influida por los diversos rabdomantes y adivinos
convocados para encontrarla, creía que Martita estaba prisionera en algún lugar
de la misma manzana. ¿Se habría extraviado? ¿Era una travesura? ¿Estaba en casa
de alguna compañerita? Cuadrillas policiales y efectivos del ejército
recorrieron esa manzana; luego siguieron con ese y otros barrios. La ciudad
entera fue rastreada en busca de pistas. Dragaron el fondo de La Cañada.
Entraron en los viejos túneles que se abren en las barrancas del río Primero.
Allanaron viviendas, chozas, depósitos, comercios. No quedó en toda Córdoba
ningún presunto delincuente, ningún vagabundo, ningún sospechoso sin
investigar.
El misterio se convirtió en un rompecabezas. Porque los testigos que la
policía convocaba decían cosas distintas. Según el quiosquero, la niña había
comprado la revista y regresado en dirección a su casa sin que nadie se le
acercara. Domingo Flores, un peón de Obras Sanitarias que trabajaba en el
lugar, la había visto a Martita alejándose de la mano de una mujer rubia con un
vestido floreado. Dos niños, Hugo Giménez, de 7 años, y Antonio Cobos, de 12,
del barrio de Villa Cabrera, se presentaron para contar que habían visto a
alguien parecida a la niña en el camino a Pajas Blancas, donde hoy está el
aeropuerto de Córdoba, que entonces era un siniestro descampado. Fue -decían
los pequeños testigos- un rato después de la desaparición. Iba en una
voiturette verde, con la capota blanca baja. Según Hugo, la niña viajaba con
dos hombres; según Antonio, con "un hombre gordo".
La policía buscaba ahora a una mujer rubia y una voiturette verde. No quedó
rubia sin investigar. Tanto, que numerosas rubias cordobesas se tiñeron el pelo
en aquellos días para poder pasear tranquilas por la avenida Olmos.
Entre tanto ir y venir, la policía descubrió una voiturette verde
circulando no muy lejos del barrio San Martín. Detenido el conductor, resultó
ser un hombre gordo llamado Domingo Sabattino, con antecedentes policiales por
tráfico de licores sin estampillar. Sabattino siguió siendo sospechoso y pasó
tres años preso. Finalmente, se determinó que nada tenía que ver con la
desaparición de Marta Ofelia.
Los sospechosos
Comienza una cadena de delaciones, un desfile de personajes estrambóticos
que parecen salidos de una película delirante. Uno de los tantos investigados
es un conductor de tranvías llamado José Bautista Barrientos, de 31 años,
casado con una partera no diplomada, especialista en abortos y tiradora de
cartas. En el patio de tierra de la casa que ocupaban los Barrientos, en el
pasaje Rioja, la policía encuentra tierra removida. Cavan y aparece un colchón
con manchas que parecían de sangre. Barrientos complica a un vecino llamado
Humberto Vidoni, propietario de un horno de ladrillo en las afueras de Córdoba.
La policía anuncia que se recogieron cenizas en ese horno. La pregunta fue
inevitable ¿eran cenizas humanas?
Vidoni, interrogado en el Departamento de Policía de Córdoba, fue
literalmente muerto a golpes: era una piltrafa cuando lo llevaron al hospital
San Roque, donde falleció el día de Navidad de 1938. La investigación se había
cobrado ya una vida. Según se averiguó después, las cenizas no pertenecían a
una niña, sino a una persona adulta.
Se busca al monstruo
La opinión pública, conmovida por la tragedia de los Stutz, pide a gritos
que se encuentre a Martita, o al menos su cuerpo, y que se castigue a los
culpables. El jefe de Policía Argentino Aucher -que en 1946 sería gobernador
peronista de Córdoba- y el juez de instrucción Wenceslao Achával desatan una
auténtica cacería. El juzgado contrata a Mono, un célebre perro-sabio que es
llevado a la casa de la niña y luego al domicilio de los Barrientos. El animal,
tras olfatear largo rato, se queda inmóvil ante. un tambor vacío. El juzgado
llama al adivino y astrólogo Lucio Berto, a quien se atribuía haber descubierto
a los autores de un asalto bancario, y el rabdomante formula un anuncio
sensacional: ¡Martita está viva!
Esta premonición conmueve a la madre, para quien la niña no puede haber ido
lejos:
-Si la hubieran forzado, Martita, que es una nena robusta y fuerte, se
hubiera defendido.
La policía de Córdoba es reforzada por algunas figuras de la Policía
Federal, como los comisarios Finochietto y Viancarlos. Este último era uno de
los detectives que habían atrapado al Pibe Cabeza y otros mafiosos de fuste.
¿Podía ser la desaparición de Martita una venganza familiar? Se investigan a
fondo los parientes de ambas ramas: los Stutz eran de Nueva Helvecia, Uruguay,
y los Ceballos, apellido de la familia de la madre de Marta Ofelia, de Villa
María. No había conflictos ni situaciones irregulares. Quedaba una sola
hipótesis: el crimen sexual.
El padre de la niña ofreció recompensa y perdón a quien informara sobre su
hija. La madre formuló un llamado dramático:
-¡Les daremos lo que quieran, pero devuelvan a la nena!
En todas las paredes de la ciudad, afiches con la cara de Martita claman:
"Se busca a esta niña". Los diarios de Buenos Aires dedican creciente
espacio al caso.
El gobernador Amadeo Sabattini, enfrentado al gobierno conservador del
presidente Roberto Ortiz, presiona a la policía para que resuelva el caso. Pero
el resultado de esa presión es catastrófico. La pesquisa se vuelve incongruente
y errática, orientada por las delaciones: llegaron a recibirse 3000 denuncias
anónimas. Mitómanos y exhibicionistas envenenaron la investigación con mentiras
y ocultamientos.
La creación del monstruo
Durante toda la investigación, se sospechó que la clave del secuestro la
tenía el matrimonio Barrientos. El hombre era una bala perdida: personaje
turbio pero menor de la ciudad, en las diez declaraciones que formuló y en los
tres careos a los que fue sometido, admitió su conexión con el crimen para
luego desdecirse alegando torturas, que sin duda existieron. Sus confesiones
hicieron perder mucho tiempo y no condujeron a nada.
La policía intentó una y otra vez probar esta hipótesis: los Barrientos,
oscura pareja conformada por un confidente policial o mafioso de pacotilla y su
celestinesca esposa, proveían menores para la diversión a ciertos personajes
influyentes de la ciudad. Alguien, quizá los Barrientos o el propio Suárez
Zavala, solos o en ilícita asociación, habrían raptado a Martita con esos fines
y ella "se les quedó", por lo que fue necesario "hacerla desparecer".
En esa trama, la policía intentaba involucrar a diversas mujeres rubias
basándose en algunas de las muchas declaraciones espontáneas o
"inducidas", como la del dueño de un restaurante en el camino a La
Calera que dijo haber servido el almuerzo a una pareja (una rubia con un señor
maduro) acompañados por una nena que parecía dormida o enferma. Ese gastrónomo
terminó internado en un manicomio.
Pero faltaba alguien a quien acusar: "el monstruo". Entonces
apareció en escena un perfecto candidato a culpable: un hombre que merodeaba
por la ciudad, que conocía prostitutas, que estaba en contacto con figuras
públicas y que, si bien no era un delincuente -no tenía antecedente alguno-, no
era trigo limpio.
Quien introdujo en el caso a ese hombre fue una tal María Rivadero, huérfana
de 17 años que había sido madre soltera a los 13, internada en el Asilo del
Buen Pastor, pero que salía de vez en cuando para hacer faenas domésticas en
casas que la requerían. Esto fue la que reveló la huérfana:
-Una tarde yo estaba en casa de una señora y escuché a un hombre llamado
Suárez Zavala, amigo de la familia; decía que le gustaban las menores.
-¿Qué menores?
-Niñas de 9 o 10 años.
Otra prostituta, una veinteañera llamada Laura Fonseca, tenía a Suárez Zavala
como cliente habitual y remachó el caso afirmando que, poco antes de la
desaparición de la Stutz, el tal Suárez Zavala le "pidió chicas".
Así se construyó la figura de Suárez Zavala como "el Vampiro de
Córdoba". La defensa consiguió demostrar que los Barrientos traficaban con
los favores sexuales de menores, incluidas algunas internas del hospicio, pero
Martita Ofelia Stutz no estaba entre ellas. Antonio Suárez Zavala tenía un
coche que no era una voiturette, sino un sedán Chevrolet, con el que se paseaba
por toda Córdoba, pero no a la caza de presas incautas, sino para vender
remedios a las farmacias (representaba a un laboratorio). Si bien al hombre no le
disgustaba tirarse alguna caña al aire, no era más que un señor casado y con
hijos en busca de alguna distracción.
Las amistades del sospechoso con algunos policías y políticos le jugaron en
contra. Contribuyó a su desgracia la incontinencia verbal de que hizo gala, sus
contradicciones frecuentes.
Deodoro, por la defensa
Suárez Zavala fue incomunicado y el juez le dictó la prisión preventiva.
Nunca admitió ser el culpable, ni siquiera bajo tortura. Pero el juez Abalos
elevó la causa a plenario acusando a Suárez Zavala por secuestro y homicidio y
a los Barrientos por grave complicidad.
La esposa y los hijos del acusado lo acompañaron, pero la prensa lo lapidó,
y estuvo muy cerca de ser linchado. De hecho, la policía apenas consiguió
salvarlo de la multitud que llegó a pegarle y escupirlo cuando, el 19 de
diciembre, ingresó en los Tribunales para comparecer ante el juez.
Sólo una cosa le salió bien a Suárez Zavala. Aceptó defenderlo uno de los
mejores abogados argentinos: el doctor Deodoro Roca, nacido en 1890, redactor
del Manifiesto de la Reforma Universitaria, polemista vigoroso, antifascista
visceral, progresista sin partido. Roca estaba convencido de que Suárez Zavala
era un chivo expiatorio. A pesar de ser una figura muy respetada en Córdoba,
una muchedumbre apedreó la casa de Deodoro, que, desalentado, renunció a la
defensa. Pero una carta abierta que le envió la esposa de Suárez Zavala
convenció al jurista para reasumir el cargo. La defensa que hizo Deodoro Roca
de Suárez Zavala es una pieza admirable que desmonta la manipulación de la
opinión popular: "El sumario se fabricó bajo la presión de una enorme
excitación pública. -sostiene allí Deodoro Roca-. Fue una inmensa marea donde
iba turbiamente mezclado lo bueno y lo malo, el horror del crimen monstruoso y
la indignación pública. junto con las más bajas pasiones, los intereses más
oscuros."
Crimen impune
En abril de 1939 se cerró el sumario. Ni Suárez Zavala ni nadie pudo ser
inculpado por homicidio, ya que al no hallarse los restos de Marta Ofelia Stutz
no existía el cuerpo del delito. La acusación había sido por secuestro y
proxenetismo. Suárez Zavala fue hallado culpable y condenado a 17 años de
prisión. "Para ser culpable era poco y para ser inocente, mucho", se
dijo sobre aquella sentencia que no conformó a nadie. El fallo del juez
Wenceslao Achával fue apelado. Al emitir la sentencia definitiva, en enero de
1943, la Cámara del Crimen se dividió. El vocal Antonio de la Rúa consideró
culpable a Suárez Zavala pero los otros dos camaristas, Alfredo Vélez Mariconde
y Jorge Díaz, entendieron que las pruebas no bastaban para inculparlo. Por dos
votos a uno se revocó el fallo de primera instancia: Antonio Suárez Zavala
quedó en libertad.
El acusado había estado cinco años en prisión. Cuando salió de la cárcel,
se expatrió a Chile. ¿Qué fue de él? Se perdió en el anonimato. Otros crímenes y
los infinitos vaivenes de una historia agitada hicieron que la tragedia de
Martita Stutz fuera olvidada o, mejor dicho, ingresara en esa forma distinta
del olvido que es la mitología criminal.
No se supo más nada de Martita Ofelia Stutz. Si estuviera viva, hoy tendría
84 años.
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