Francisco
Laureana es casi un desconocido para la historia del crimen argentino. Nunca
fue miembro de la galería siniestra sólo reservada para unos pocos psicópatas
perversos: El Petiso Orejudo, Carlos Eduardo Robledo Puch y Yiya Murano, sólo
por mencionar al podio de la muerte. Probablemente, Laureana nunca buscó llegar
a ser tristemente célebre. No mataba para aparecer en los diarios. No, el tipo
mataba por placer. Era un killer de manual.
–Gorda,
cuidate. Y que los nenes no anden solos por la calle.
Eso
decía el sátiro cuando salía de su casa. Él iba a buscar víctimas, pero antes
de irse se preocupaba por los suyos. Por su esposa y sus tres hijos. Mientras
cerraba la puerta, insistía:
–Que
los nenes no salgan. Andan muchos degenerados sueltos. Chau.
Pero
el buen padre que jugaba con sus hijos era un perverso incurable. Decía que
trabajaba como artesano pero en el fondo era un siniestro asesino: en 1975,
violó a quince mujeres y mató a trece. Las sometía con una fuerza descomunal
que las inmovilizaba. Luego las estrangulaba o las mataba a tiros. A la mayoría
la violaba. Su sed de mal no se agotaba: siempre quería más.
El
experto forense Osvaldo Raffo no duda: Laureana era un asesino serial de acá a
la China. “Al igual que los típicos psicópatas estadounidenses, este muchacho
se quedaba con souvenires de sus víctimas, como cadenitas y pulseras, que
guardaba en una caja. No sería de extrañar que sintiera placer al recordar sus
crímenes y mantener en su poder las pertenencias de las mujeres que mataba”,
recuerda a más de 37 años de haberle hecho la autopsia.
De
Laureana siempre se supo poco: que era un hombre parco, que le gustaba pasar
los semáforos en rojo con su Fiat, que había sido seminarista en Corrientes y
que era artesano. De su época de religioso se dice que intentó violar a una
monja después de atarla con una soga. En San Isidro vendía aritos, pulseras,
gauchitos de madera, caballitos y collares.
Después
de cometer uno de los asesinatos, Laureana le disparó a un hombre que lo había
visto mientras huía por el techo de una casa. Ese testigo fue clave para
confeccionar el identikit del asesino. Un identikit que sorprendía porque era
idéntico al criminal.
–Jamás
me voy a olvidar de la cara de ese tipo. Jamás.
Eso
dijo el tipo cuando los policías de San Isidro le preguntaron si recordaba al
hombre que había intentado atacarlo, el testigo no dudó:
Antes
que la descripción de su rostro anguloso, sólo se sabían pocas cosas del
asesino: era bajo, tenía físico de atleta y atacaba a sus víctimas los
miércoles y jueves a las seis de la tarde. Era un tipo muy puntual. Tenía 35
años.
La
cacería del lobisón no fue sencilla. Los detectives tuvieron que agudizar el
ingenio. Le pusieron varios anzuelos: mujeres policías con peluca rubia o
tomando sol en piletas. Porque el sátiro solía atacar a las mujeres que se
bronceaban acostadas en las terrazas. Sin embargo el chacal seguía haciendo de
las suyas, aunque su último ataque no llegó a ejecutarse: una mujer y una
nena que estaban por ser atacadas por Laureana se salvaron porque justo cayó la
policía. Una vecina que lo vio entrar por una ventana llamó enseguida a la
comisaría del barrio.
Pero
el degenerado pudo escapar. La policía lo buscó día y noche. Cualquier hombre
parecido al identikit era requisado o demorado en la comisaría. Al final, los
sabuesos de la Brigada de Investigaciones de San Martín lo vieron cuando
caminaba por las calles de San Isidro con un bolso colgado del hombro.
–¡Laureana!
–le gritó uno de los uniformados...
El
hampón no respondió: comenzó a correr. Según las crónicas de la época, empezó a
correr y desenfundó un revólver que empezó a disparar en varias oportunidades.
Pero esa versión oficial es dudosa. Sobre todo en una época donde las páginas
de los diarios estaban llenas de falsos procedimientos, inocentes abatidos por
la policía y el típico tiroteo que no era tal: al abatido se le plantaba un
arma para fingir el enfrentamiento.
La
cuestión es que la versión oficial dijo que los policías hirieron en un hombro
a Laureana, que escapó malherido. Luego apareció en un baldío, después de que
un perro callejero lo viera escondido entre bolsas de basura y le mordiera el
brazo. “La hiena nos disparó otra vez y por eso le dimos muerte. Fueron varios
disparos porque era duro como el acero. Parecía invencible”, declaró en ese
entonces, con inocultable exageración,uno de los policías que participó del
operativo.
Su
final le llegó el 27 de febrero de 1975. “Con el auxilio de un perro y luego de
dos tiroteos, matan en San Isidro al sátiro que en sus fechorías nocturnas
asesinó a 15 mujeres en seis meses”, fue el extenso título del artículo que
publicó el diario La Nación. En el bolso de Laureana
encontraron una pistola calibre 765, una Beretta, un revólver 32 y un
pistolón calibre 14. En el baldío donde llegó a esconderse encontraron dos
gallinas degolladas. “Su pulsión por matar era tan incontrolable que ni esas
pobres gallinitas se salvaron”, dijo una fuente policial.
Cuando
se enteró de la vida oculta de Laureana, su esposa entró en estado de shock.
Cuando los policías le mostraron el artículo de la sexta de La Razón, que
daba cuenta del tiroteo en el que murió abatido su marido, sólo atinó a decir:
“Acá tuvo que haber un error. Mi marido no pudo haber hecho todo eso. Era un
padre, un buen marido, un artesano que amaba lo que hacía”. Los policías le
palmearon la espalda a la mujer y prefirieron callar.
Raffo
define a Laureana como un error de la naturaleza, un ser ajeno a la sociedad.
Un monstruo que alguna vez pasó por este mundo. “Era obsesivo y atacaba siempre
a la misma hora. En una bota que encontraron en su casa guardaba los objetos
que les sacaba a las víctimas. Era un fetichista. Le gustaba volver a la escena
del crimen para gozar y rememorar. Fue un caso único en la historia policial
argentina”. El viejo Raffo conserva la foto en la que aparece sosteniendo a
Laureana. El asesino parece vivo. Pareciera que mira con ojos saltones a la
cámara, acaso sorprendido por su triste final. Porque en el fondo su última
cara, una máscara grotesca, no es de terror, ni de dolor, ni de espanto. Es de
asombro. Un asombro espectral.
Fuente:
elguardian.com.ar
Muy interesante el relato Laureana primera vez q sé de este caso.Felicitaciones muy bueno el blog
ResponderEliminarExtraño caso, no muy conocido. Buena narración. ¡Que siga el blog!
ResponderEliminarMuchas gracias, pronto nuevas actualizaciones!!
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